Jacobo Bergareche (London, 1976) abandoned his Fine Arts studies in Madrid to study Literature and Writing at Emerson College in Boston. He combines writing with his work as a producer and scriptwriter of series. He is author of the poem collection Playas (2004), the play Coma (2015), the series of children’s books Aventuras en Bodytown (2017), the autobiographical novel about his brother’s murder Estaciones de regreso (2019) and the novel Los días perfectos (Libros del Asteroide, 2021). He lived in Austin, Texas, for four years, and was able to conduct research into the private correspondence of various writers at the Harry Ransom Center; Perfect Days (Los días perfectos) is one of the fruits of that research. He lives in Madrid with his wife and three daughters.
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Excerpt
He reinado ya más de cincuenta años en la victoria o en la paz, amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder y placer, estaban a mi disposición, ninguna bendición terrenal parecía estar fuera del alcance de mis deseos. En este predicamento, conté diligentemente los días de pura y genuina felicidad que me tocaron: ascienden a catorce.
Abderramán III
Austin
Junio 2019
Querida Camila:
Me doy cuenta ahora de que durante el último año los momentos de felicidad más recurrentes y reales de mi vida han sido lo que Carmen, mi hija pequeña, llama guerra. Es un breve ritual de pelea simulada que Carmen me exige muchas noches, antes de ir a la cama. Ella me mira con furia y me lanza sus piernas y brazos con movimientos amenazantes inspirados en algún arte marcial que ha debido de ver en el patio del colegio, yo debo cazar alguno de sus miembros al vuelo, inmovilizarla, hacerla girar sobre mis brazos en una voltereta y arrojarla al colchón de la cama, después ella intenta levantarse y yo debo impedírselo con cierta violencia, empujando su frente hacia atrás mientras se incorpora, ella se estrella en la almohada y trata de levantarse de nuevo, y yo la tiro hacia atrás otra vez. Después le agarro de los tobillos, y de una sacudida la volteo y la dejo boca abajo, y una vez boca abajo, le hago cosquillas hasta que dice basta. Ella aguanta todo lo que puede antes de rendirse, entre carcajadas y alaridos. A veces algo sale mal, y ella me golpea en la nariz y me hace daño, o yo le clavo las uñas y le dejo una marca, o ella se estrella contra la pared y termina llorando. Pero la mayoría de las noches me pide más, exige que repitamos la voltereta, y el volteo por los tobillos, y las cosquillas en los pies, y me chantajea diciéndome que si no prolongamos la guerra no me dará un beso de buenas noches, sabe que mi día no termina bien sin su beso de despedida antes del sueño.
Hay días en que no estoy en casa a la hora en que Carmen se va a dormir, y hay otros en que estoy tan cansado que no puedo emplearme en lanzarla prudentemente por los aires, con la seguridad de que no le romperé el cuello o que no se me escurrirán sus tobillos. Esos días, a menudo me torturo pensando que quizás no haya más guerras, que sin haberlo sabido he perdido la última oportunidad de una guerra con Carmen, que al día siguiente ella no querrá, ni al otro, y de repente se habrá hecho mayor y ya no le apetezca ser zarandeada de esa manera, ni le apetezcan los ataques de risa que provocan las cosquillas, que ya no quiera vender tan caro su beso de buenas noches, sino que lo regale sin más para librarse de mí. Porque igual que un día, hace aproximadamente un año, empezó a exigir una guerra antes de ir a dormir, habrá un día en que dejará de pedirla, y por mucho que yo procure acudir puntualmente a cada guerra, sé que es inevitable la llegada de esa última guerra, y que no sabré reconocerla como la última (a menos que el final sea producto de una desgracia, como que se golpee fatalmente la nuca contra el pico de una mesa, cosa que he pensado alguna vez que podría llegar a pasar, porque lamentablemente todo lo que puede pasar le termina pasando a alguien alguna vez) hasta que noche tras noche fallemos a nuestra cita, porque yo esté de viaje, o ella en un campamento de verano, y el tiempo se eche sobre nuestras guerras, y ella se haga más grande y yo más viejo, y nuestras guerras pasen a ser un recuerdo feliz de la infancia, y por fin se hayan concretado en un número exacto y cerrado, el número de guerras que tuvimos, una primera, muchas otras, y una final. Un número que ignoraremos siempre, porque no llevamos una cuenta de nuestras guerras, pero no por eso soy capaz de olvidar que el número es exacto, y que hubo un primer ritual y que, más pronto que tarde, llegará otro que sea el último.
No solo me pasa con las guerras de Carmen, me pasa a menudo con todo aquello que amo repetir, cuántas veces me he despedido de una comida dominical con mi madre pensando que puede ser la última, cuántas veces me he ido de viaje y he besado a mis tres hijos, y al perderlos de vista he pensado que quizás fuera ese el último beso, porque quizás se estrelle el avión, o quizás mueran en un incendio absurdo causado por el humidificador con el que mi mujer cree prevenir las toses de los niños y al que yo no doy más crédito que a un remedio de herbolario. Y me pasa también contigo, sí, me pasa desde la primera vez que te besé, y que me fui a la cama deseando que ese primer beso tan improbable, tan inesperado, no hubiera sido el último, y al día siguiente, cuando me diste el segundo beso empecé a llevar la cuenta de cada uno que nos dimos los tres días que duró nuestro primer encuentro. Hasta que nos vimos de nuevo, pasé tantas noches peleando con el fantasma del último beso, resistiéndome a la idea de que ese beso ya te lo había dado sin darme cuenta de que era el último, y de que todo se había acabado, el telón había caído, la gente se había ido a su casa y yo seguía sentado en la platea esperando a la siguiente escena. Cuando después de un año volvimos al escenario del crimen y me diste ese beso en el aeropuerto antes de que pudiera decirte lo que durante todo el vuelo planeé que te diría al verte otra vez, me quedé tranquilo y dejé por fin de contar, perdí el miedo a la finitud, me convencí de que esto se repetiría cada año, el último beso no parecía estar a la vista ya, se perdía en un futuro lejano.
Cuánto tiempo habré malgastado provocándome angustias que oscurecen mi mente como una neblina pasajera cada vez que algo me hace recordar que todo aquello que no quiero perder ha tenido un principio y tendrá un día su final. Trato de escapar rápidamente de ese pensamiento estéril, antes de que en la neblina de mi conciencia tome forma la visión concreta de una última vez, y yo me quede absorto contemplándola, y no pueda ya proteger a mi ánimo del influjo que esa visión tendrá sobre él.
Por eso, ahora que casualmente tengo en mis manos una carpeta con la correspondencia de un famoso escritor a su amante —ambos muertos hace mucho— no puedo dejar de angustiarme: puedo ver la primera carta de una historia de amor asomar al principio de esta carpeta, y a la vez puedo ver la última carta al final, y no puedo evitar hacer el cálculo a ojo de todas las hojas que hay entre ambas cartas, la primera y la última, y medir en cada punto las cartas que le restan a esa relación para extinguirse. Se puede decir que el conjunto de pruebas que quedan en el mundo de ese romance apenas miden medio centímetro de grosor, y caben en un espacio de treintaicinco por veinticinco centímetros, que es más o menos lo que miden las carpetas de color hueso en que están clasificadas las cartas del contenedor 11 del archivo de William Faulkner en el Harry Ransom Center con las que estoy matando el tiempo esta mañana, y con las que sospecho que perderé el día entero, y los días venideros, hasta olvidarme por completo del propósito de mi visita que ya ha perdido todo interés para mí. Eran unos papeles demasiados tentadores, llego a ellos, como te dije, casualmente, y en ellos descubro una posibilidad de hallar respuestas, los leo con una fruición parecida a la de los adolescentes que leen el consultorio amoroso de las revistas juveniles. Y sin embargo, nada más ver la carpeta me asaltan nuevas preguntas. ¿Qué medidas tuvo lo nuestro (dejémoslo en lo nuestro, a falta de un nombre mejor)? ¿Qué huella ha dejado, qué residuo, qué cenizas? No hay memoria. Yo lo he borrado todo, absolutamente todo, y me consta que tú también. Solo sé que el año pasado te vi cuatro días en estas mismas fechas, en esta misma ciudad, y que el año anterior te vi otros tres días, en las mismas fechas y la misma ciudad. Verte se queda corto. Te tuve, me tuviste. Nos tuvimos.
Excerpt - Translation
Translated from Spanish by Andrea Rosenberg
I have now reigned above fifty years in victory or peace; beloved by my subjects, dreaded by my enemies, and respected by my allies. Riches and honours, power and pleasure, have waited on my call, nor does any earthly blessing appear to have been wanting to my felicity. In this situation, I have diligently numbered the days of pure and genuine happiness which have fallen to my lot: they amount to fourteen.
Abd al-Rahman III
Austin
June 2019
Dear Camila,
I’m realizing now that over the past year, the most real and recurrent moments of happiness in my life have been what Carmen, my youngest, calls war. She often demands this brief ritual of simulated combat before bed. She’ll glare and fling her legs and arms at me, her menacing movements inspired by some martial art she probably saw during recess at school; I’m supposed to catch one of her flailing limbs in midair, pin her, flip her in a somersault in my arms, and toss her onto her bed. Then she tries to get up and I’m supposed to prevent her, aggressively, pushing her forehead back as she struggles to sit; she collapses onto the pillow and tries to get up again, and I thrust her down once more. Then I grab her by the ankles, roughly turn her over onto her belly, and once she’s facedown, I tickle her until she tells me to stop. She holds out as long as she can before finally giving in, howling and laughing. Sometimes something goes wrong and she smacks me in the nose hard enough to hurt, or I scratch her with my fingernails and leave a mark, or she crashes into the wall and ends up in tears. But on most nights she wants more, demanding that we repeat the somersault, the ankle flip, and the tickles on the soles of her feet, and she haggles with me, telling me that if we don’t drag the war out longer, she won’t give me a kiss goodnight; she knows my days don’t end right without her parting kiss before sleep.
Some days I’m not home when Carmen goes to bed, and on others I’m so tired that I’m not confident I won’t end up breaking her neck or losing my grip on her ankles as I carefully toss her through the air. Often on those days, I torture myself with the possibility that there will be no more wars, that without knowing it I’ve missed my last chance for a war with Carmen, and tomorrow she won’t want one, nor the day after, and suddenly she’ll be all grown up and won’t be into roughhousing or tickle-induced fits of laughter, and will no longer be interested in selling her goodnight kiss at astronomical prices, and instead will give it away just to be rid of me. Because just as, one day about a year ago, she started asking for a war before bed, there will come a day when she stops asking for it, and though I try hard to show up for every war, I know that inevitably the last one will arrive, and that I won’t recognize it as such (unless the end is brought about by some calamity, like if she dies from hitting her head on the corner of a table, a turn of events that I’ve sometimes imagined, since, sadly, everything that can conceivably happen does end up happening to somebody at some point), until night after night we miss our standing appointment, because I’m traveling, or she’s at summer camp, and time piles up on our wars, and she grows up and I grow old, and our wars become just a happy childhood memory and finally harden into an exact, unchanging number, the number of wars we had: a first one, many more, and then a last one. The number will always be unknown to us, because we don’t keep track of our wars, but that doesn’t mean I’m able to forget that the number is exact—that there was a first ritual and, sooner rather than later, another will arrive that will be the last.
This doesn’t just happen with Carmen’s wars; it happens often, with everything I love doing again and again. Many times, saying goodbye after a Sunday lunch with my mother, it has occurred to me that it might be the last; many times I have left on a trip and kissed my three children, and once they’re out of sight I’ve wondered whether that was the last kiss, because the plane might crash, or they might die in a bizarre fire sparked by the humidifier my wife believes prevents children’s coughs and in which I put no more stock than in an herbal remedy. And it also happens with you—yes, it’s been happening since the first time I kissed you, since I went to bed wanting that first improbable, unexpected kiss not to be the last, and the next day, when you gave me the second kiss, I began keeping track of every kiss we exchanged during the three days of our first encounter. In the period before we saw each other again, I spent many nights doing battle with the ghost of the last kiss, resisting the idea that the kiss I’d inattentively given you had been the last one, and now everything was over, the curtain had fallen, the audience had gone home, and I was still in my seat, waiting for the intermission to end. When, a year later, we returned to the scene of the crime and you gave me that kiss in the airport before I could even tell you I’d spent the entire flight planning what I’d say when I saw you again, I relaxed and finally stopped counting; I lost my fear of finitude, I convinced myself that this would be repeated each year, the last kiss seemed to be nowhere in sight, it faded into a distant future.
I’ve wasted far too much time tormenting myself with anxieties that darken my mind like a swirling mist every time something reminds me that all the things I do not wish to lose had a beginning and will one day have their end. I try to evade that barren thought before a detailed picture of a final instance can take shape in the fog of my consciousness, and before I then get caught up in contemplating it and can no longer shield my spirit from its impact.
And so, now that I happen to be holding a folder containing the correspondence of a famous writer to his lover—both of them long dead—I feel an awful pang: I can see the first letter of a love story peeking out at the beginning of this folder and, at the same time, the final letter at the end, and I can’t help trying to estimate how many pages lie between the two, the first letter and the last, and tallying at each point how many letters are left in the relationship before it fizzles out. The extant accumulated evidence of the romance is less than a quarter-inch thick, and fits in a space some ten by fifteen inches, the approximate size of the ivory-colored folders into which the letters from container 11 of the Harry Ransom Center’s William Faulkner collection are filed, and with which I am killing time this morning, and with which I suspect I will fritter away the entire day, and the days to come, until I forget the reason for my visit—now no longer of any interest to me—altogether. The papers are tantalizing. I happen upon them, as I said, by chance, and in them I discover a possibility of finding answers; I read them eagerly, like a teenager reading a magazine advice column. Yet, seeing the folder provokes a barrage of new questions. What were its dimensions; how long and how wide did our thing (let’s just call it our thing, for lack of a better term) stretch? What mark has it left, what residue, what ashes? There is no memory of it. I deleted everything, absolutely everything, and I know you did too. All I know is that last year I saw you for four days on these same dates, in this same city, and that the previous year I saw you another three days, on the same dates and in the same city. Saw you doesn’t really capture it. I had you; you had me. We had each other.